PRIVATIZACIONES
MÁS
NEGOCIO Y MENOS EFICACIA
Cualquier análisis serio
sobre el funcionamiento de los servicios públicos debe combinar
equilibradamente su valor social con su eficacia económica.
Son servicios que cubren
necesidades básicas de los ciudadanos y de cuya provisión de calidad dependen
cuestiones como la educación, la salud, la atención a los más débiles como los
ancianos o los discapacitados, o el transporte público, que contribuyen a la
igualdad social, pero también al funcionamiento de la economía.
Su valor social es
prioritario y no es incompatible con la eficiencia económica, que debe
conseguirse más con eliminación de grasa innecesaria, de burocracia, de
duplicidades de funciones, de abusos y delirios de grandeza que con recortes
indiscriminados de derechos y prestaciones.
Es conveniente recordar
estos principios, porque después de decenios de hegemonía conservadora se ha
transmitido la idea de que la protección social pública es insostenible y
contradictoriamente, a su vez, que su sostenibilidad depende de su
privatización, porque el sector privado es más eficaz para organizarlos.
De la falsedad de esta
idea son muestras desde la privatización del sistema de pensiones en Chile, que
privó de este derecho a millones de chilenos y desvió miles de millones de
dólares a unos pocos bolsillos privados, hasta los intentos de privatización de
la sanidad británica por gobiernos conservadores, que siempre han tenido que
ser corregidos.
Esta ola privatizadora ha
vuelto a Europa aprovechando la crisis financiera. De un lado se considera que
la debilidad de la socialdemocracia, principal impulsora de las políticas
públicas, lo permite. De otro la magnitud del capital acumulado en este tiempo
y la falta de alternativas de inversión "suficientemente rentables",
dada la evolución de los mercados de valores, inmobiliarios y de deudas
soberanas, requiere libertad para que el capital hinque más el diente en la
salud, la educación y los servicios sociales necesarios para las personas, como
ya lo hacen en los mercados de alimentos, como fuente de negocio.
Y lo quieren ampliar en lo
financiado por lo público, porque lo financiado exclusivamente por lo privado
ya lo tienen y les parece poco. Es un nuevo asalto a las arcas públicas.
La derecha española ha
decidido ponerse en la vanguardia de esta ofensiva. Ya habían dado pasos como
el reforzamiento de la enseñanza concertada o la gestión total o parcialmente
privada de algunos hospitales y, sobre todo, ya lo habían hecho en Cataluña,
donde la hegemonía nacionalista de CiU, durante muchos años, había conseguido
que el régimen de conciertos en sanidad o educación, minoritarios en otros
lugares de España, allí fuesen mayoritarios.
Ahora, el caso de la
sanidad de Madrid se intenta convertir en ariete para el conjunto, con tal
vehemencia que hasta encuentra resistencia en algunos sectores del propio PP.
El proyecto global
conlleva la privatización total de los seis hospitales que hasta ahora
funcionaban con gestión pública de la parte sanitaria y privada de la
construcción y el resto de los servicios, con la transformación de hospitales
como el de la Princesa o el Carlos III, en hospitales destinados a colectivos
con especial riesgo -por ejemplo mayores- con la extensión del modelo de
gestión privada de todos los servicios no sanitarios al resto de hospitales y
con la privatización, también del 10% de los centros de salud.
Se trata de privatizar las
partes que requieren menos inversión, ya que los nuevos hospitales carecen de
las especialidades quirúrgicas más complejas, como la hematoncología o la
neurocirugía, y de dejar dentro del sector público a colectivos más costosos
como los mayores, de ahí el intento de convertir la Princesa en un geriátrico,
con el fin de que los sectores con "pérdidas" se queden en lo público
y los susceptibles de dar "beneficio" pasarlos al privado, previas
transferencias de cuantiosos recursos públicos.
Independientemente de
deficiencias de gestión o abusos, que en todo caso se pueden resolver, la gestión
pública se mueve por el interés general y no busca beneficios, mientras que la
privatización debe generar beneficios para el negocio, lo que ya supone un
encarecimiento, salvo que se reduzca personal, inversión o condiciones de
atención, que empeoren el servicio para los pacientes. Un margen de beneficio
como el que buscan los inversores privados no se consigue sólo "con
mejoras organizativas".
Dos ejemplos. La sanidad
catalana, la más privatizada de España desde hace años no es la más barata. De
hecho el gasto sanitario medio por habitante en Cataluña entre los años 2000 y
2010, fue un 5% superior al del resto de España, a pesar de tener una
dispersión territorial y un porcentaje de mayores de 65 años inferior a la
media.
Por otro lado la
experiencia de gestión público-privada de los seis nuevos hospitales de la
Comunidad de Madrid muestra que los cánones de concesión previstos en el
proyecto de Presupuestos para 2013, serán un tercio superiores a los pagados en
2009, es decir tres veces la inflación del período. Este dato está en contradicción con el proceso continuo de
recorte presupuestario, ya que hay que cumplir con los incrementos por revisión
de los contratos con los privados y, como se ve superarlos, a través de
mejoras, dada la capacidad de presión que ese sistema da a las empresas
concesionarias, por la dependencia de ellas para el funcionamiento del
servicio. O lo que es lo mismo, reducción de la parte del presupuesto destinada
a lo público para incrementar la dirigida a los negocios privados. Y sabemos lo que eso, que ahora afecta a una parte muy minoritaria, puede suponer cuando se extienda.
Vamos que lo del
abaratamiento y la mayor eficiencia de la gestión privada es una broma que, una
vez más, pone de acuerdo, a pesar de la virulencia con que se tiran los trastos
por otras cuestiones, a las derechas catalanas y madrileñas, que hasta se
parecen en el recopago del euro por receta.
Andrés
Gómez